REFLEXIÓNES BÁSICAS PARA UNA CIUDADANÍA CONFUSA
Frecuentemente los problemas económicos son problemas políticos. No pidan a los economistas lo que deben hacer los políticos. “…el papel de los economistas no es decirle al Gobierno lo que debe hacer; aunque podemos y debemos decirle las consecuencias de hacer o no hacer”, dice el profesor Antón Costas. Yo añadiría que no hay certezas, todo lo más, los analistas evalúan los probables beneficios y riesgos.
En nuestro caso, los problemas se resuelven con mucha política. Permítanme que les hable no del cómo resolverlos sino el por dónde:
Está al alcance de cualquier gobierno, con voluntad política, lograr que el fraude fiscal, el mayor de Europa (EU15), tenga el mismo tamaño que la media del conjunto; para eso solo necesita elaborar leyes y reglamentos que permitan la fiscalización y poner en marcha a los inspectores. ¿Cómo se hace? Pues igual que en Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca… solo hay que copiar. Con la mitad del fraude actual estaríamos situados en la media de los países de nuestro entorno. El Estado podría disponer entonces de un plus equivalente al 4% del PIB, anualmente.
Además, si tuviera a bien conseguir un tamaño de corrupción semejante a la media de EU15, el Estado dispondría de un dinero extra cercano al 3% del PIB. Naturalmente, tiene que instrumentalizar las políticas adecuadas previamente, es decir, transparencia de verdad y rendición pública de cuentas de verdad.
Tan solo con estas dos medidas, ya no habría déficit público. Suficiente para ir acabando con la deuda del Estado sin recurrir a los recortes del gasto social. Se acabó el austericidio.
¿Por qué no se hace?
En España falla la política. La crisis financiera mundial nos bajó de la nube de un crecimiento insostenible y nos ha abierto los ojos. El Estado que emerge en el 78 se ha ido modelando durante 30 años en respuesta a determinados contrapesos de poder. Los innumerables casos de corrupción, al albur de la burbuja financiera-inmobiliaria, permiten calificar la situación de hoy como enfermedad sistémica.
¿Contrapesos de poder? Estoy hablando de unos pocos millares de influyentes personas. Esas son las cúpulas que dominan las instituciones políticas y económicas. Algunos, actuando como corruptores, tienen viejas raíces, de antes del 78. Otros, demócratas venidos a menos, se han encumbrado en las altas instancias como premio a su connivencia con grandes grupos de intereses. Aquí se han instalado élites extractivas porque la corrupción política se lo ha permitido. De ahí para abajo, todo el sistema se jerarquiza, no tanto en orden a los méritos, sino a la posición de cercanía y servicio a esas cúspides. Todo el sistema es una compleja red de redes clientelares. Todos estamos inmersos en ellas. Los partidos políticos se organizan en base a la fidelidad con el líder; estas estructuras atraen a los que esperan medrar con el mercadeo de favores. La Ley de Partidos responde a los intereses de dominio de esas élites. La democracia interna no es un valor al uso.
Cuando pedimos enchufe a un sanitario para que nos cuele, para que la lista de espera no acabe con nuestra salud, estamos haciendo uso de ese sistema. Cuando defraudamos el IVA del fontanero, estamos haciendo uso de la filosofía que subyace. Pero no se sientan Vds. culpables, nosotros, los de abajo, somos las víctimas por haber seguido obedientemente sus directrices; no hemos instaurado el sistema, solo somos responsables, y por necesidad, de una parte pequeña del fraude; el 70% de él es responsabilidad de unos cuantos millares de personas tan solo, grandes fortunas y grandes empresas especialmente. El resto corre a cargo de decenas de millones de pobres y clase media. Igual que hacía Gil y sus compinches en Marbella, para sostener el tinglado hay que untar a los dependientes, uno para ti, diez para ti… y mil para mí; todos contentos. Lo peor es que un país así no es sostenible. El especulador, en el mal sentido del término, inhibe al inversor. El trapichero ha inhibido al empresario. La mala economía desplaza a la buena. El país va perdiendo eficiencia económica y se trunca su desarrollo, incluso se empobrece lentamente frente a otras naciones. La sociedad se va encanallando y deja de creer en las posibilidades de cambio.
El secreto del éxito de las naciones reside en la forma que los pueblos organizan sus instituciones políticas (Acemoglu y Robinson). Ellas son determinantes a largo plazo del éxito o del fracaso, por encima de otros factores. Las naciones fracasan cuando sus élites promueven sociedades no inclusivas para afianzarse en su posición de dominio y rentabilizar sus privilegios. Se llaman élites extractivas, aquellas cuyas rentas provienen, no de su actividad empresarial, no de su ingenio, méritos o trabajo, sino de la propiedad de los bienes naturales, del capital que no han ganado, así como de los “beneficios” que se producen en virtud de la posición de privilegio y dominio de unas personas, o de unos grupos, sobre el resto; todo gracias a instituciones creadas al efecto. Esas estructuras no inclusivas cierran el paso a posibles competidores, personas con actitudes y conocimientos más productivos, evitando así que haya un saludable reemplazo de los anticuados métodos por otros más competentes. Puede apreciarse en la Historia como las naciones que concentran el poder en una élite, actuando éstas en su propio beneficio, llevan al país al fracaso colectivo.
Es hora de cambiar. Hay que reclamar igualdad, la igualdad necesaria, o por lo menos la suficiente para mantener el coste social de la igualdad de oportunidades, que es premisa básica para liberar la creatividad y la capacidad innovadora de la gente; este es el camino del desarrollo. Las estructuras políticas inclusivas, lejos de entorpecer, favorecen las actividades económicas socialmente convenientes a juicio de la ciudadanía. Eso no excluye que el Estado intervenga prudentemente allí donde falle el mercado o la iniciativa privada no resuelva las demandas de la sociedad. Con eso ya basta.
Segundo Sagarribay es profesor y economista.
